Afrontar una segunda temporada de Hierro significaba, sobretodo, plantearse cómo podía continuar la vida de la jueza Candela montes y del empresario Antonio Díaz, cómo lanzarlos a una nueva aventura en un lugar tan particular como es la isla del Hierro. Mantenernos fieles a los dos personajes y al escenario era la premisa fundamental.
Tanto el de Díaz como el de Candela son personajes que tienen la facultad de atraer problemas, de complicarse la vida. Así que, por ese lado, no debería haber demasiadas dificultades. Probablemente la mayor dificultad estaba en el escenario. El Hierro es una isla relativamente tranquila, con sólo unos miles de habitantes, un lugar donde sólo de tarde en tarde es esperable que se produzca un crimen. ¿De dónde surge la violencia en un lugar así?
La historia que contamos en la segunda temporada de Hierro habla de amor y de codicia, que es quizá una versión degradada del amor y de cómo germina la violencia en ambos. Una violencia que estalla en esa caja de resonancia tan singular, bella y poderosa que es la isla del Hierro.
Candela y Díaz se enfrentan a sus propios fantasmas y a fantasmas ajenos, los propios de nuevos personajes que, ojalá, interesen a la audiencia tanto como a nosotros nos interesó conocer. Y lo -hace con esa afinidad frágil e improbable que empezó cuando sus caminos se cruzaron por primera vez y que es, seguramente, la mejor razón para escribir esta serie.
Volver. Retomar una historia que podía continuar. O no. Por respeto al público, nos gusta la idea de que las temporadas tengan un final que cierre suficientemente la historia... aunque deje flecos abiertos. Porque las películas y las series comparten con los espectadores unos eventos en la vida de un grupo de personas y esas vidas son mucho más amplias que lo que vemos en pantalla. Y después de haber cerrado una primera temporada, si hay personajes que siguen siendo interesantes, si hay historias que pueden seguir generando relato... entonces puede ser una gozada enorme volver y seguir explorando el terreno.
En este caso, lo fue.
Lo fue por volver a ver a Candela y Díaz en acción, chocando, encontrándose y perdiéndose, estando lejos y cerca... por ver cómo evolucionan las vidas de algunos de los personajes por los que tanto cariño sentimos al hacer la primera temporada, y por expandir nuestro pequeño mundo a través de nuevos personajes. Esto nos dio la libertad de jugar en terrenos nuevos, con personajes extremos y poderosos como Gaspar, Lucía y las hijas de ambos, Ágata y Dácil. Una familia llena de luces y sombras a la que, para mí, fue maravilloso acompañar durante el periplo de estos seis episodios.
Y fue gozoso volver también por hacerlo sin reglas preestablecidas. La única era quizá la de no repetirnos.
Quisimos generar ecos con la temporada anterior (y con ellos sentir esa agradable sensación de volver a casa) pero, sobre todo, dejar que esta nueva historia fluya a su propio ritmo, con sus propias reglas, con sus propias necesidades, sorpresas y estructuras. Y quisimos hacerlo jugando en ese terreno intermedio entre el thriller, el drama e incluso la comedia, donde tan a gusto nos sentimos y en el que se produce esa sensación para mí tan agradable de no tener ni idea de qué es lo que va a ocurrir a continuación, no porque haya una multitud de giros bruscos en la historia, sino porque las vidas de estos personajes son -como las nuestras en realidad- complejas e impredecibles.